Comprender la verdadera condición del ser humano después de la caída es esencial para entender el evangelio. Si el hombre estuviera simplemente desorientado o débil, bastarían consejos, educación o religión para corregirlo. Pero la Escritura afirma que el ser humano está espiritualmente muerto, incapaz de buscar a Dios, esclavo del pecado, y bajo condenación. Esta doctrina confronta frontalmente la visión optimista y secularizada del hombre moderno, que afirma su bondad esencial, su autonomía moral y su potencial de autorredención.
Negar la corrupción heredada de la caída socava la necesidad del evangelio, relativiza la gracia y debilita la urgencia del arrepentimiento. Solo quien reconoce la profundidad de su ruina puede clamar con sinceridad por un Salvador. Por eso, esta doctrina es tanto un diagnóstico como una advertencia, y al mismo tiempo, una preparación para la esperanza redentora.
Dios creó al hombre a Su imagen, en estado de inocencia, con libertad real y capacidad de obedecer. Sin embargo, Adán, como representante de la humanidad, desobedeció el mandato divino de no comer del árbol prohibido. Esta caída no fue un accidente, sino un acto consciente de rebelión, por el cual el pecado y la muerte entraron al mundo. Al ser Adán cabeza federal de la raza humana, su culpa y su corrupción fueron transmitidas a todos sus descendientes.
📖 Génesis 2:16–17; Génesis 3:1–19; Romanos 5:12–19; 1 Corintios 15:21–22
Desde la caída, todo ser humano nace con una naturaleza corrompida, inclinada al mal, hostil a Dios y esclava del pecado. Esta depravación no significa que cada persona es tan mala como podría ser, sino que todo su ser —mente, corazón, voluntad y cuerpo— ha sido afectado por el pecado. El ser humano no puede ni quiere buscar a Dios por sí mismo, ni comprender espiritualmente las cosas de Dios, a menos que Él intervenga con gracia sobrenatural.
Esta corrupción no es solo una tendencia, sino una condición espiritual real, heredada, y universal. Por eso, no hay inocentes delante de Dios, y nadie puede justificarse por sus propios méritos.
📖 Salmo 51:5; Jeremías 17:9; Juan 3:19–20; Romanos 3:9–18; Efesios 2:1–3; 1 Corintios 2:14
La consecuencia del pecado no es solo una vida desordenada, sino la culpa ante Dios y la condenación eterna. La justicia divina exige juicio, y el alma que peca debe morir. Sin embargo, en su gracia, Dios ha provisto una redención en Cristo. Solo al reconocer la gravedad de la caída, el ser humano puede valorar la profundidad de la cruz. Minimizar el pecado equivale a trivializar la gracia.
Este reconocimiento es indispensable para un arrepentimiento verdadero. No se trata de sentir culpa psicológica, sino de comprender la ofensa contra Dios y clamar por perdón con fe en Cristo.
📖 Romanos 6:23; Efesios 2:4–5; Tito 3:3–7; Isaías 53:6; 2 Corintios 7:10; 1 Juan 1:8–10
Aunque el hombre conserva cierta conciencia moral como parte de la imagen de Dios, esta se encuentra oscurecida, endurecida y fácilmente engañada. El pecado distorsiona la percepción de lo bueno y lo justo. Por eso, el ser humano necesita la iluminación del Espíritu Santo para comprender su verdadera condición, reconocer la verdad del evangelio y responder con fe.
Esta necesidad de iluminación explica por qué la predicación fiel de la Palabra debe ir acompañada de oración ferviente: solo Dios puede abrir los ojos del corazón y llevar al pecador a la luz.
📖 Romanos 2:14–15; Efesios 4:17–19; 2 Corintios 4:3–6; Juan 16:8; Hebreos 3:13; 1 Corintios 2:12