Los atributos de Dios no son aspectos aislados ni compartimentos dentro de su ser, sino expresiones inseparables de su esencia divina. Cada uno de ellos —eternidad, santidad, justicia, amor, poder, sabiduría, entre otros— revela al único Dios verdadero tal como es en sí mismo y tal como se ha dado a conocer en la creación, en la historia y, de manera suprema, en Cristo. No podemos conocer plenamente a Dios, pero sí podemos conocerlo verdaderamente, porque Él ha querido revelarse de manera suficiente y fiel.
A lo largo del tiempo, el error ha sido enfatizar un atributo sobre otros, generando imágenes distorsionadas de Dios: un dios solo amoroso pero no justo; poderoso pero no compasivo; trascendente pero no cercano. La Escritura, sin embargo, muestra a un Dios cuyas perfecciones operan en perfecta unidad. Lo que Dios es en su ser, lo manifiesta en cada uno de sus actos. Por eso, conocer sus atributos no es un ejercicio intelectual, sino una invitación a adorarle con temor reverente y gozosa confianza.
Dios no tiene principio ni fin, ni está limitado por el tiempo o el espacio. Él es “el que es”, siempre el mismo, sin variación ni sombra de cambio. Su eternidad no es simplemente duración prolongada, sino existencia absoluta sin causa externa. Su inmutabilidad significa que no cambia en su carácter, voluntad o promesas; no evoluciona, no mejora ni se deteriora. Es perfecto en todo momento y en todo aspecto. Su infinitud abarca su ser, poder, conocimiento y presencia.
📖 Éxodo 3:14; Salmo 90:2; Malaquías 3:6; Santiago 1:17; Isaías 40:28; 1 Reyes 8:27
El poder de Dios no tiene límites: Él puede hacer todo lo que quiera, conforme a su naturaleza. No hay obstáculo que lo detenga ni enemigo que lo venza. Su conocimiento es total: conoce todas las cosas pasadas, presentes y futuras, incluyendo los pensamientos del corazón humano. Y su presencia lo llena todo sin estar contenido por nada. Dios no está lejos ni ausente; está presente en cada rincón del universo, sosteniendo todo con su palabra.
Estos atributos no lo hacen un Dios lejano e inalcanzable, sino digno de confianza absoluta. No hay situación que escape a su control, ni oración que quede fuera de su oído, ni corazón que le sea oculto.
📖 Génesis 17:1; Jeremías 23:23–24; Salmo 139:1–12; Mateo 19:26; Hebreos 4:13; Isaías 55:8–9
La santidad de Dios lo separa absolutamente de todo pecado y corrupción. Su justicia garantiza que siempre actúa con rectitud y juzga con equidad. Pero esta justicia no contradice su misericordia; más bien, ambas se encuentran en la cruz, donde la santidad de Dios fue satisfecha y su amor fue derramado. El amor de Dios no es sentimental ni condicional, sino soberano, eterno, fiel y activo. Él ama porque es amor, y ese amor se manifiesta en actos concretos de compasión, paciencia y redención.
Estos atributos morales son la base de nuestra esperanza: no oramos a un juez arbitrario, sino a un Padre justo; no confiamos en una fuerza indiferente, sino en un Dios que se compadece.
📖 Levítico 11:44; Isaías 6:3; Salmo 89:14; Efesios 2:4–7; 1 Juan 4:8–10; Romanos 5:8
En Dios no hay conflicto entre justicia y amor, entre poder y ternura, entre soberanía y cercanía. Sus atributos no se turnan ni se equilibran como partes de una balanza, sino que actúan siempre juntos, porque Él es uno en esencia. Esta unidad es crucial: si se separan o jerarquizan sus perfecciones, se termina adorando un ídolo mental, no al Dios vivo.
Cada persona de la Trinidad posee todos los atributos divinos en plenitud. El Hijo no es menos eterno que el Padre, ni el Espíritu menos santo que el Hijo. Por tanto, toda revelación de Dios —en la creación, en la historia, en Cristo, en el Espíritu— es una manifestación de su carácter indivisible.
📖 Juan 14:9; Hebreos 1:3; Colosenses 2:9; Juan 16:14–15; Isaías 40:25–26