Conocer la naturaleza de Dios no es solo un ejercicio teológico, sino el fundamento mismo de la fe cristiana. El Dios verdadero no es una fuerza impersonal, ni una unidad abstracta, ni una suma de partes divinas. Es un ser personal, vivo, eterno, perfecto e infinito, que existe por sí mismo y en sí mismo. La revelación bíblica afirma que este único Dios subsiste eternamente en tres personas distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esta doctrina no es producto de especulación, sino de la revelación progresiva de las Escrituras, y forma el corazón de la confesión cristiana desde sus orígenes.
A lo largo de los siglos, esta verdad ha sido objeto de malentendidos y ataques: el arrianismo negó la divinidad del Hijo; el modalismo confundió las personas con funciones; el triteísmo dividió la esencia divina. Pero la fe bíblica y apostólica afirma que hay un solo Dios, y que este Dios existe en una trinidad de personas coiguales y coeternas. Negar esta doctrina distorsiona no solo la identidad de Dios, sino también la obra de la redención, ya que cada persona de la Trinidad participa plenamente en la salvación: el Padre elige, el Hijo redime y el Espíritu aplica.
La unidad de Dios es una de las confesiones más antiguas y centrales de la fe bíblica: “Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es” (Dt 6:4). Esta unidad no solo indica que hay un solo Dios en número, sino que su ser es indivisible, absoluto, sin mezcla, partes ni dependencia. Dios no cambia, no evoluciona, no necesita de nadie. Existe en sí mismo, por sí mismo y para sí mismo. Todo lo creado depende de Él, pero Él no depende de nada.
📖 Deuteronomio 6:4; Isaías 44:6; 1 Corintios 8:4–6; Éxodo 3:14; Malaquías 3:6
El Dios único no es una persona que se manifiesta de distintas formas, sino una esencia que subsiste eternamente en tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Estas personas no son tres dioses, ni tres partes de Dios, ni meros roles funcionales. Cada una posee plenamente la esencia divina, sin división ni subordinación ontológica. Son distintas en relación y en función, pero iguales en gloria, poder y eternidad. Esta distinción no es temporal ni relativa, sino eterna y real.
📖 Mateo 28:19; Juan 1:1–3; Juan 14:16–17; 2 Corintios 13:14; Hebreos 1:8–10; Hechos 5:3–4
Aunque el Antiguo Testamento no presenta de forma explícita la doctrina trinitaria, sí contiene indicios poderosos: el plural divino en la creación, las acciones del Espíritu, las apariciones del Ángel de Jehová. Esta verdad es desvelada con claridad en la encarnación del Hijo y la venida del Espíritu. Jesús ora al Padre, promete al Espíritu, es declarado Hijo eterno. En el bautismo, en la misión de la Iglesia, en la oración y en la redención, la Trinidad se revela no como teoría, sino como presencia viva.
📖 Génesis 1:26; Isaías 48:16; Lucas 3:21–22; Juan 14:9–11; Juan 16:13–15; Efesios 4:4–6
Adorar al Dios trino es adorar conforme a la verdad. Esta doctrina da sentido a toda la vida cristiana: oramos al Padre, por medio del Hijo, en el poder del Espíritu. Vivimos bajo su elección, somos transformados por su gracia, y entramos en comunión con el amor eterno que une al Padre, al Hijo y al Espíritu desde antes de la fundación del mundo. La Trinidad no es una fórmula abstracta, sino el modelo eterno de comunión, amor y misión.
Negar o ignorar esta verdad empobrece la fe, fragmenta la salvación y reduce la adoración a unidimensionalidad. Reconocer al Dios trino, en cambio, conduce a una fe robusta, una vida en comunión verdadera y una adoración plena de gloria y gozo.
📖
Efesios 1:3–14; Tito 3:4–7; Romanos 8:14–17; Judas 1:20–21; Apocalipsis 4:8–11